cómo ser neo-rural (mujer y madre) y no morir en el intento (parte III)

El segundo post de esta trilogía terminaba con un enlace al documental Tierra de Nadie (Jordi Évole) en el que el alcalde de un pequeño pueblo cuenta que es la propia población local la que a veces pone trabas a que venga gente de fuera. A qué van a venir, qué van a hacer aquí, a los dos días se van, son frases que él recoge y que yo también he oído. Pero aquí no se trata de culpabilizar. Como he repetido varias veces, la despoblación y el envejecimiento no tiene una sola causa.

foto de Inés Aguilar (La casita de Wendy)

Tras muchos años de reflexiones, vivencias y trabajo en el medio rural pienso que las situaciones y vivencias crean actitudes personales y sociales que a su vez crean situaciones que a su vez crean actitudes… a modo de espiral viciosa que en cada vuelta lleva un poco más abajo. Es como la historia del huevo y la gallina, solo que aquí sí que hay un punto donde empieza todo: el éxodo rural masivo y desequilibrado de los años 60 en pos de repuntar la industrialización de las grandes ciudades. Y digo desequilibrado, porque en países vecinos no se ha dado esta situación. En Francia, por ejemplo, el territorio está salpicado de pequeñas ciudades y es raro encontrar poblaciones que no tengan una capital de comarca de al menos 10.000 habitantes con todos los servicios a menos de 50 km. En Castilla y León se pueden contar con los dedos de las manos, y casi sin utilizar los de los pies, las poblaciones que llegan a ese número. En nuestra comarca no hay ninguna. La más grande tiene 2.000 habitantes. Nuestra aldea 6.

Hace poco más de diez años, el único acceso a nuestra aldea era por una pista de tierra

Del pueblo se fueron marchando “los que valían” (entrecomillo, porque no es mía la frase). Y volvían en verano con buena ropa y contando bondades. Aunque luego en la ciudad vivieran realquilados y hacinados en un cuartito, compartiendo piso con otras cuatro familias. O en barrios nuevos donde se habían construido viviendas más rápido de lo que se habían adecuado los servicios, y en muchas casas no llegaba el agua corriente porque se acababa o porque no había acometida. Pero cuando en vacaciones se volvía al pueblo, lo malo no se contaba, sólo lo bueno y lo fino, provocando así un efecto llamada. Repito, no culpabilizo. Es normal y hay que entender también estas actitudes.

Así que, tras muchos años de goteo y de perder población, de que se marcharan los “más echados palante, los más listos, los que más valían” (tampoco son mías estas expresiones) y de autoestima social minada, una puede llegar a entender cómo se sienten los que se han quedado. Y en este contexto social, que vengas tú (o sea yo), joven, urbanita y recién titulada, a vivir tu ideal rural, con todas tus ganas de compartir tus conocimientos (que te crees que tienes) pues puede chocar. Si los jóvenes del pueblo se marchan a la ciudad y tú vienes de la ciudad, hay algo que no cuadra. Estoy hablando como siempre desde mi experiencia, y de hace más de 14 años.

También es verdad que, una vez que estás aquí, que hay integración y adaptación mutua, que se aprenden códigos  no escritos, hay cosas que merecen mucho la pena. Desde el punto de vista sociológico, por ejemplo, en los pueblos hay más contacto (y colaboración) entre diferentes clases sociales, culturales y de edad: al haber poca gente, todos beben de todos y eso es muy enriquecedor, no hay burbujas en las que aislarse de otras realidades.

Isaías y Evencia enseñándonos a fabricar adobes para la construcción de nuestro taller

Es cierto que en este tiempo cada vez somos más los que nos hemos venido a un pueblo, y esto también ayuda: como decía en el segundo párrafo, un cambio de situación, por pequeño que sea, crea un cambio de actitud. Y sí yo tengo esperanza en que esta situación se va a frenar y revertir. Llamadme loca, pero es mi sueño y por lo que peleo. Porque creo que un mundo rural vivo no es que sea idílico. Es que es necesario. Necesario para equilibrio territorial y económico, porque se reducen la afección de los incendios forestales, porque se conserva patrimonio cultural, biodiversidad cultivada, razas autóctonas, paisajes, masas forestales, agua potable, porque se frena el cambio climático, porque se reduce la distancia entre zonas de producción y de consumo, porque se potencia la economía social. Y sí, porque se oyen niños jugando en los pueblos.

nuevos pobladores-amigos ayudando en la auto-construcción. foto de Inés Aguilar (La casita de Wendy)

Pero esto no se consigue sólo porque algunos nos vengamos. Hacen falta políticas municipales pero sobre todo políticas nacionales. Primero, porque es necesario reestructurar el territorio, porque no es una pérdida de dinero sino todo lo contrario. Si se valoraran económicamente los beneficios sociales y ambientales el balance saldría muy a favor de recuperar las zonas rurales. Y segundo, porque pagamos los mismos impuestos pero no tenemos servicios. Por supuesto que no se trata de sobre-dimensionar ni de lapidar el dinero público, pero sí se podría equilibrar con incentivos o exenciones fiscales. A modo de ilustración pongo una tabla con los kilómetros que tenemos que recorrer (I/V) cada vez que queremos acceder a servicios básicos. (Por supuesto, esto se amortigua con una buena organización y una despensa más grande que el cuarto de baño).

Y después de todo esto… en serio, os animo. Estos tres posts no son para desmotivar, sino para animar con conocimiento de causa. La libertad, la independencia , el contacto con la naturaleza, que pueden tener los niños (y los adultos) aquí no está pagado. ¿Quién se viene al pueblo?

la foto es de Inés Aguilar (La casita de Wendy). los peques y el perro son míos 😉

P.D. Al final me ha quedado algo menos personal y más reflexivo de lo que en un principio pensaba… Se me quedan en el tintero un montón de chascarrillos y de anécdotas graciosas. Pero quería compartir también mis reflexiones de todos estos años sobre un tema que me toca tan de cerca.

cómo ser neo-rural (mujer y madre) y no morir en el intento (parte II)

Últimamente se habla de gentrificación en las ciudades. Del fenómeno de Airbnb y de pisos turísticos, que tiene como efecto colateral la dificultad de encontrar pisos en alquiler para vivir: o no hay, o tienen un precio desorbitado, o están en unas condiciones lamentables. Pues bien, esto es algo que viene ocurriendo en el medio rural desde hace bastantes más años. No es exactamente lo mismo, porque ni responde a un plan de especulación urbanística ni detrás ha habido una gran plataforma, pero el resultado en lo que afecta a la población local, y en particular a los jóvenes, es parecido.

Me explico a través de mi experiencia en dos zonas bastante despobladas y remotas de Castilla y León. En la primera, en la que vivía en un pueblo de 300 habitantes, la capital comarcal tenía 15.000 habitantes; en la que vivo ahora, en una aldea en la que somos 6 vecinos, el núcleo más grande tiene poco más de 2.000. Y en ambos casos, para llegar a la capital de provincia, más de una hora en coche particular-obligatorio. Obviamente, esto no será igual en otras zonas con otras características socio-económicas más favorables, pero es la realidad en una gran extensión de territorio descosido (como lo define el catedrático Valentín Cabero), tanto por el bajo número de habitantes (8 hab/km2) como por el envejecimiento: periferia montañosa de Castilla y León, y la Serranía Celtibérica en general (lo que hoy se llama la Laponia española, donde yo vivo.)

Me fui a vivir por primera vez a un pueblo pequeño en pleno boom inmobiliario (año 2003). Y pasaban dos cosas. La primera es que unas pocas casas, generalmente en un estado lamentable y a un precio desorbitado, estaban en venta. Muy pocas en realidad, porque «sin prisa por vender» muchas estaban en espera de “a ver si esto sube». La segunda es que otras estaban arregladas para turismo rural. Esto, que en un principio fue una súper-idea (y no lo digo irónicamente) como recurso económico, especialmente para las mujeres rurales, resulta que también tiene su reverso tenebroso. Y es que si lo normal hasta el momento es que los jóvenes del pueblo emigrasen a la ciudad, de repente, ante una situación de demanda de nuevos pobladores de vivienda en alquiler, resulta que no era fácil encontrar algo digno.

Que conste que yo y mis compañeros de casa no pedíamos lujos. Cuando hablo de viviendas dignas me refiero a que las paredes no tengan moho o que la estructura no sea un peligro (como algunas que nos ofrecieron), que tengan algún sistema para calentarte (chimenea que tire, estufa o enchufes no se te quemen al poner un radiador eléctrico, porque lo de calefacción ya sabíamos que era una utopía) y que a la ducha llegue agua caliente suficiente como para no tener que lavarte casi por parroquias (como en una en la que viví). Muchos hemos ido a casas de pueblo de fin de semana, a refugios de montaña, y pasas frío, y no te lavas demasiado, y no pasa nada. Pero una cosa es para un par de días o una semana en vacaciones, y otra muy distinta para vivir y trabajar. Que está muy bien saber que puedes vivir con mucho menos, pero os prometo que he pasado menos frío haciendo vivac en los Ancares.

En total, pasé por cinco mudanzas en dos años. Dos años hasta encontrar algo digno (que no te salieran sabañones) y mínimamente estable (nos alquilaron una casa rural en la que todo funcionaba, pero sólo durante los meses de temporada baja). A pesar de todos los vaivenes laborales y emocionales de mis años allí, de estar meses sin cobrar, de la falta de servicios, etc., para mí el tema de la vivienda fue lo más duro. Y eso que iba sin “equipaje” familiar.

Tras una temporada de vuelta a la ciudad y con dos hijos pequeños, mi pareja y yo nos decidimos hace cinco años a dejar nuestros trabajos y a venirnos, esta vez al pueblo de origen de su familia. Con una idea de proyecto y otra de casa. A nosotros nos compensa de largo, es la forma de vida que queremos llevar y estamos muy felices de haber tomado esta decisión. Pero es verdad que si no hubiéramos tenido la casa de apoyo familiar mientras nos auto-construíamos la nuestra, si hubiéramos tenido que pasar otra vez por buscar casa precaria de alquiler abusivo, esta vez con niños, seguramente ahora no estaríamos aquí.

Es cierto que actualmente el programa Abraza la tierra, de apoyo a nuevos pobladores emprendedores, tiene centralizada mucha información sobre viviendas en alquiler (y en buen estado) en las comarcas donde trabajan. Eso es un gran avance. Siempre he defendido que vivir de alquiler no es tirar el dinero (yo he vivido de alquiler 10 años). Que es comprar tu libertad. Que si no te gusta un sitio o un trabajo, en más fácil dejarlo si no tienes “obligaciones”. Y que sobre todo si vas a dar el paso de cambiar de modo de vida urbana a rural y a una zona que conoces poco, es mejor probar alquilando. Porque, repito, no es lo mismo pasar fines de semana o veranos enteros que todos los días de todos los años. Yo, que llevaba 27 veranos de pueblo y de montañismo, he flipado muchas veces, para bien y para mal.
Cuando se habla de las causas del despoblamiento rural, se suele citar la falta de trabajo, de servicios… Todo esto es muy importante, sobre todo porque pagamos los mismos impuestos, aunque te compensen mil veces otras cosas de vivir aquí. Sin embargo, también son responsables los propietarios que especulan a pequeña o gran escala, aunque sea sin intención. Sigue habiendo muy poca oferta de alquiler en condiciones. Tampoco hoy es fácil comprar en un pueblo (otra cosa son las mega-urbanizaciones), al menos en nuestra zona. Es un mercado que sigue sin movilizarse: casas en mal estado, ruinas y solares que están como en un limbo. Y esta falta de prisa por vender puede ser la puntilla para un pueblo que se está muriendo. Los ayuntamientos tienen herramientas para activarlo, aplicando normativa existente (IBI y gravámenes diferenciados a solares o ruinas no utilizados, incluso expropiaciones para construcción de vivienda protegida para jóvenes…). Por su parte, diputaciones y comunidades autónomas también pueden aumentar los incentivos para arreglar viviendas para alquiler de larga duración . Porque sin vivienda, no hay gente que venga. Y sin gente esto se muere. O se convierte en un parque temático de fin de semana y turismo, con todos los problemas socio-económicos que esto implica.

El próximo día os cuento sobre la segunda “sorpresa” que te puede deparar el mundo rural cuando aterrizas, y de la que precisamente hablan en el documental Tierra de nadie. Pero también sobre la gente generosa que te vas encontrando por el camino.

 

cómo ser (mujer y madre) neo-rural y no morir en el intento (parte I)

-Hola, me llamo Sara y soy neo-rural.

Hace tiempo que quería escribir sobre esto. Y es que me gustaría compartir un poquito de mi realidad rural. Últimamente estoy conociendo a varias personas que se quieren ir a vivir al campo (lo que antes era el pueblo). Que conste que yo los animo mucho, muchísimo. No en vano ha sido mi elección, tras pasar los primeros 27 años de mi vida en Madrid, y tener un par de recaídas en ciudades. A mí la vida en el campo “me da la vida”. Es más, lo veo como uno de los actos de resistencia más valientes y efectivos, incluso de resiliencia.

Pero también creo que hay algo que está demasiado idealizado, incluso para hablar de los aspectos negativos de los pueblos se recurre al romanticismo. Quizá tenga que ver con que todas las noticias o documentales sobre medio rural, despoblamiento, etc., se realizan con perspectiva de ciudad. Redes sociales llenas de fotos bucólicas que sólo muestran el lado bonito de la slowlife campestre (yo misma contribuyo a ello). Incluso lo de llamar a la casa “de campo” en vez de “del pueblo” hace que muchas veces se pierda esa perspectiva: que te vas a ir a vivir a un pueblo, y en un pueblo hay gente con la que vas a tener que convivir (aunque sea poca). Gente con unos códigos distintos a los que hasta ahora habías manejado. Porque no es lo mismo estar de vacaciones que vivir. Y qué queréis que os diga, el neo-rural es, a fin de cuentas, también un emigrante. Que podéis pensar que exagero, pero por experiencia os digo que son necesarios procesos de adaptación e integración mutua. Y de respeto, de mucho respeto, también mutuo.

En mi defensa diré que el sacar a la luz la mejor cara de mi vida rural es por mi empeño de sacudir prejuicios. De mostrar que se puede vivir más que bien fuera de la ciudad. Incluso mejor. Y que eso no está reñido con la ética ni la estética. Que puedes vivir en una aldea y sentirte cosmopolita. Que desde aquí también se puede mover el mundo y tirar del carro (aunque cueste más). Y que por supuesto vivir aquí no significa renunciar a lo bueno que tiene la ciudad, que es mucho.

Pero la realidad es que a veces las cosas no son fáciles. Y hay que llegar aquí con las ganas muy bien puestas porque el camino es duro. Como dice una amiga de las del alma, que ha trabajado varios años asesorando a nuevos pobladores (y que ahora lleva una taberna que es una maravilla), “aquí se viene llorado de casa, que hay mucho que hacer”.

Como os decía, a los 27 me fui de casa (antes de la media para mi generación) y de Madrid. Y mi primera emancipación fue a un pueblo de 300 habitantes en la sierra de Béjar- Sierra de Francia (Salamanca). A contracorriente: los jóvenes del pueblo se marchaban, yo llegaba allí de casualidad, por trabajo, y tuve la enorme suerte de conocer a un grupo de gente estupenda en mi misma situación: veinte personas a medio hacer, con la carrera recién terminada y unas ganas enormes de cambiar el mundo, a los que nos contrataron para un proyecto de dinamización rural. Y unos jefes que nos dieron un buen meneo para espabilar. Para mí ha sido una de las cosas que más me han marcado en la vida. La formación fue un master en toda regla en procesos participativos, desarrollo rural, facilitación de grupos, y miles de cosas más. De ese grupo surgieron muchos proyectos (y varias parejas). Y ahí me topé con el primer bofetón a mi vida rural hasta entonces idealizada: VIVE DE ALQUILER, SI TE ATREVES. Os lo cuento el próximo día.